Oscar Muñiz Corro
No es un juego de palabras. No es una caricatura, mucho
menos una crítica.
Desde que apareció “chino” padre en la escena política
peruana y, tal vez cuando fue conductor de un programa televisivo, pocos se habían
percatado de lo ambicioso que era este esmirriado personaje, mitad japonés,
mitad peruano.
Sus orígenes hasta cuando fue profesor en una universidad
nacional eran pocos halagüeños. Su simpleza aparente guardaba actitudes deplorables,
hasta llegado el caso, muy pocos en su alma mater lo recuerdan de buena gana o
por lo menos no tienen un buen recuerdo
de su gestión.
Su hijo, es a su tierna edad es un fracaso como político, es
un aprendiz de rufián, adolece de lo elemental, neuronas útiles para sus fines políticos.
Viéndolos por separado, al padre e hijo, se puede pensar que
lo único que une, a lo más, son los ojos
rasgados. Viéndolos juntos la cosa cambia.
¿Qué padre, consciente de sus fechorías permitiría que su
hijo abogue para evitar su desgracia? ¿Qué padre dejaría de aconsejar a su hijo
para no salvarlo de la cárcel a costa de su futuro? No es retórica, es aplicar
el buen sentido y el amor paterno a lo más sagrado que son los hijos. Si el
padre es rufián ¿Por qué tendría que malograr su futuro el hijo que no lo es? ¿Qué
padre con experiencia dejaría a su hijo infringir la ley? ¿Qué padre, que sabe
que su hijo actúa ilegalmente, fomente las patrañas del hijo? Cierto es el
dicho popular “de tal palo tal astilla”.
Nota: En Perú,
a todo aquel o aquella que tenga ojos rasgados (orientales) le dicen chino.